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miércoles, 24 de julio de 2013

Bicefalia

La liga española se está devaluando, es evidente e imparable. Cada año los equipos de la clase media de nuestra querida competición doméstica ponen sobre la mesa sus mejores cartas para que sean robadas por los gigantes del resto del continente.
No queda mucho que hacer, salvo esperar a que llegue la llamada oportuna con la oferta adecuada para mandar a nuestros mejores grumetes a un navío sin grietas. Siempre pasa, es inevitable, como diría el agente Smith. Según se acercan los meses estivales, Sevilla, Atlético o Valencia, potencias en el continente de forma recurrente, se desprenden de Navas, Negredo, Falcao o Soldado. Nada nuevo por estos lares. Desde el trono bicéfalo del reino culé-merengue, madridistas y barcelonistas miran a sus súbditos con indiferencia, como déspotas desinteresados de los problemas del lastimoso pueblo llano, siempre quejicoso y envidioso. No parecen comprender que uno no gana si no tiene rivales, ni siquiera quieren intentar asimilar que una liga sin clase media-alta se convierte en un desesperante caminar (qué digo caminar, más bien pasear) hasta las postreras semanas de abril y mayo, cuando, una vez exprimida la plebe, los poderosos se reparten las migajas que obtienen de la producción ajena. Ello no interesa ni a unos ni a otros. ¿Por qué? Pues porque después llegan los buenos a la Champions e, inflados del orgullo que dan 100 puntos en el casillero, esperan arrollar sin sudor al Dortmund o cualquier otro adversario que tenga la desfachatez de no gastarse medio presupuesto de sanidad de su país en un par de futbolistas con caché mundial.

Y claro, llegará un día en el que los Neymar o Cristiano de turno miren una oferta de la liga española, de uno de los grandes, y por muchos ceros que luzca el cheque, decidirán que es mejor partir hacia un país donde luchen en un torneo digno en el que lucirse ante enemigos que aspiren a mejor suerte y públicos que aplauden al equipo de su ciudad y no a las estrellas del visitante. Sí, no se escandalicen. A todos nos ha pasado. Hemos acudido a un estadio de un equipo pequeño y hemos visto cómo aficionados iguales a nosotros, zamarra al pecho y bufanda al cuello incluida, cantan los goles del gigantesco rival cual final de Mundial y piden fuera de juego a grito pelado cuando marca su propio equipo. ¿Bochornoso? Depende de las percepciones de cada uno. Si tu club no se permite el lujo de llevar una estrella consagrada a tu estadio, es hasta normal que alucines en colores cuando Messi deja sentada a media defensa gaditana. Luego, claro, están los valores que damos como asumidos a la pasión hacia unos colores, los del equipo de tu ciudad, el club de tu corazón, y si luego se les cae la cara de vergüenza o no al celebrar un tanto contra cualquier otro equipo que no sea Madrid o Barcelona. Perdón por el tono, en ocasiones resulta frustrante. Pero hagamos las veces de abogado del diablo con estos aficionados desorientados. Si cogen las estadísticas y ven que la liga son 38 partidos y de esos 38, blancos y azulgranas ganan 32, las probabilidades de ver a su equipo sacar algo, aunque sea un punto, incita a pensar en otras cosas que no sea en defender ese día sus amados colores. Antes, hace no muchos años, eso pasaba sólo en los campos de los equipos recién ascendidos, cuya afición llevaba demasiado tiempo sin saborear la Primera División, sin ver verdaderas estrellas y se derretían por un regate suyo. Dentro de no demasiado, quizás pase en el Pizjuán, en Mestalla, en el Villamarín… Y eso sería un problema muy serio.

La solución es utópica, improbable, inaccesible en cuanto que supondría una bajada de pantalones hasta los tobillos de Madrid y Barcelona, lo cual no les interesará jamás, sino más bien ocurrirá todo lo contrario. Los demás se debilitan, reciben menos por aparecer en las televisiones y las arcas de los grandes seguirán creciendo hasta dejar en mantilla la fortuna de Charles Foster Kane.

Jesús Garrido / martiperarnau.com

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